Game of Thrones: espejo de nuestra propia humanidad

El primer contacto que tuve con Game of Thrones fue el 15 de marzo de 2011, en Londres. HBO invitó a varios periodistas a cubrir el junket de su nueva serie, de la cual lo único que sabía es que estaba basada en una serie de libros escrita por el autor estadounidense George R.R. Martin. Pero nada más.

Para poder hacer las entrevistas (que en esa ocasión fueron con Emilia Clarke, Mark Addy, Nikolaj Coster-Waldau, Sean Bean, Kit Harington, Lena Headey y Jason Momoa) nos presentaron los primeros dos episodios de la serie, los cuales me llamaron poderosamente la atención por su mezcla de sordidez, realismo y fantasía: un mundo ficticio en el que un elemento sobrenatural amenaza a sus habitantes, que a su vez pelean por hacerse del emblemático Trono de Hierro con el que podrían gobernar dicho lugar, llamado Westeros.

Esos dos primeros episodios me hicieron pensar que íbamos a ver una especie de secuela de El Señor de los Anillos (a final de cuentas, el aparente héroe de la historia era interpretado por Sean Bean, quien dio vida a Boromir en la saga fílmica de Peter Jackson) pero para adultos, con escenas bastante gráficas de violencia, desmembramientos, desnudos, sexo y mucho más.

Lo que jamás imaginé fue el impacto que Game of Thrones iba a tener no sólo en la historia de la cultura popular, sino también en la psique de los ahora millones de fans que tiene la misma. Pero tengo que reconocer que después de esa primera temporada en la que GOT nos dejó ver que no era una historia condescendiente, ni nada parecido a la típica narrativa que prevalece en Hollywood de “buenos vs. malos” (y con la que prácticamente crecí porque, además, es la más sencilla de seguir y digerir), perdí el interés.

Erróneamente, mi atracción disminuyó cuando en la serie se dejó de lado por un tiempo el elemento fantástico y se concentró más en las intrigas políticas y personales de los personajes principales. Además, me confundía que hubiera tantas familias (los Lannister, Stark, Targaryen, Greyjoy, Baratheon y un largo etcétera) y personajes, pues me costaba trabajo seguir la trama.

Hasta que me di cuenta que mi acercamiento a Game of Thrones había sido el equivocado, pues era una serie que, por un lado, me iba a obligar a pensar más de lo acostumbrado; y por otro, no estaba hecha para satisfacer lo que yo creía que debía pasar. Es decir, la narrativa de GOT va mucho más allá de blanco vs. negro. Es una historia llena de matices grises que me golpeó en la cara cuando me di cuenta de que, a pesar de estar ubicada en un mundo con elementos sobrenaturales como dragones, hechiceras, muertos vivientes y demás, en realidad era un espejo de lo que somos como humanidad.

Mentiras, traiciones, engaños, sexo indiscriminado, relaciones incestuosas, violaciones, asesinatos, enfermedades mentales y sí, también elementos como el honor, la amistad, el luchar por los ideales… todo eso que apareció a lo largo de las 8 temporadas de GOT no son más que las emociones y reacciones que como humanidad tenemos todos los días, en distintos niveles, y que nos hacen tan complejos.

A través de sus personajes -y de manera similar a lo que ocurrió con ese otro fenómeno mediático y de la cultura popular que fue Lost– nos hemos visto confrontados con nosotros mismos en distintos niveles. La serie (y obviamente las novelas en las que está basada) nos ha llevado a pensar y a hacer un análisis interior en el que nos hemos preguntado si en algún momento determinado haríamos lo mismo que los personajes.

Game of Thrones agarró nuestros mayores miedos/secretos éticos y personales para mostrarlos en pantalla y hacernos ver que, en muchos sentidos, somos diferentes a lo que en realidad creemos que somos.

Y eso nunca es fácil de digerir. Si a eso se le agrega que la serie fue creciendo junto con la transformación de las redes sociales en una especie de juzgados públicos, en los que la gente se convierte en juez y parte, donde se escribe sin filtro, se ataca, se agrede y se generan enfrentamientos sin sentido a la menor provocación, gracias al afán de los usuarios de creer que tienen la razón (y peor aún, creyendo que tienen el poder para cambiar las cosas a su antojo), entonces encontramos una de las principales razones por las que GOT ha sido brutalmente criticada en su última temporada.

De manera absurda y fuera de toda proporción y lógica, más de un millón de “fans” han firmado una solicitud para que se rehaga la octava temporada de la serie, argumentando que tiene “malos escritores, lagunas argumentales y cabos sin atar”, entre muchas otras cosas.

Sí, efectivamente esta última temporada tuvo sus detalles, pero a final de cuentas tiene toda la lógica del mundo. Los que pensamos que serían los héroes están muertos, los aparentemente villanos resulta que no lo son tanto, pero todo, absolutamente todo lo que se vio en las siete temporadas anteriores, a final de cuentas tenía que desembocar en dos hechos ineludibles: la batalla contra el Rey de la Noche y su ejército de “zombies”, y en ver quién se queda con el Trono de Hierro.

Ya no hay más Ramsay Bolton y sus atrocidades, ni Serpientes de Arena que confabulen contra los demás o Joffrey Baratheon y su desquiciada mente adolescente capaz de cometer crímenes. La atención se concentró en un puñado de personajes, cuyos desenlaces no han gustado a los fans justamente porque han tomado decisiones… humanas.

Quizá el caso mas triste de todos sea el ascenso a la gloria y descenso a la locura de Daenerys Targaryen, quien otrora fuera un ejemplo de empoderamiento femenino y cuya genética y mala toma de decisiones la convirtieron exactamente en aquello que aborrecía.

El caso de Daenerys representa a la perfección lo frágil de la psique humana. Todos, en un momento dado y con las motivaciones adecuadas, tenemos el potencial de pasar de villanos a héroes… o viceversa. Dany pasó gran parte de su vida liberando esclavos, queriendo cambiar al mundo y hacer las cosas correctas… pero no supo lidiar con las pérdidas. Tuvo una supresión momentánea de la razón de la cual no tuvo vuelta hacia atrás. Y así, en cuestión de segundos y al igual que ella, todos tenemos el potencial de caer en el lado oscuro

Más allá de la calidad con la que está hecha la serie a nivel técnico, de sus poderosas actuaciones, de episodios inolvidables (particularmente los dirigidos por Miguel Sapochnik), de un score legendario a cargo de Ramin Djwadi y de que casi nunca bajó el nivel de su multimillonaria producción, el verdadero gran mérito de Game of Thrones fue hacernos ver nuestra propia naturaleza.

En realidad nunca fue una serie de fantasía y caballeros que rescatan damiselas luchando contra dragones y criaturas sobrenaturales. No. Los monstruos de GOT nunca fueron esos, sino la propia naturaleza humana.

Ya sea que se vea como una alegoría del sistema político actual, particularmente de Estados Unidos, o como un espejo personal en el que se pueden ver por igual los deseos más ocultos y oscuros que emociones como el amor y la lealtad, Game Of Thrones se convirtió en un fenómeno que no se repetirá pronto, así como en un enorme logro de la televisión, que sirvió de contrapeso adulto, serio y maduro para las historias simplistas que el cine ha proyectado en todos estos años, particularmente las relacionadas con superhéroes.

La serie llegó a su fin como tenía que acabar, y ese fue un gran mérito de sus showrunners, D.B. Weiss y David Benioff, quienes desde el principio fueron los encargados de mantener ese nivel, a pesar de que hacia el final fueran odiados por los fans, que en algún momento se olvidaron de que esta historia es poco convencional y querían ver en reflejados en pantalla sus deseos. Pero así no funciona la TV.

Al final, Game of Thrones quedará como un testimonio fiel de que hacer televisión de altísima calidad y con una historia humana siempre dará buenos dividendos. Y a los que la seguimos durante casi una década nos quedará el buen sabor de boca de que fuimos testigos de algo que a muchos les cambió la vida y a otros simplemente nos hizo reflejarnos en el espejo.