‘Roma’: la purificación de Alfonso Cuarón

La carrera de Alfonso Cuarón ha dejado tres cintas que son básicas para entender lo que se ha dado en llamar el Nuevo Cine Mexicano desde inicios de los años 90. La ópera prima del cineasta capitalino, Sólo con tu Pareja (1991), fue la que de hecho detonó una nueva forma de hacer cine en México, con una técnica más depurada y aludiendo a la comedia para mostrar una temática de la que no se hablaba abiertamente en su momento: el sida.

La segunda, Y tu mamá también (2001), de nuevo ponía el dedo en la llaga en un tema poco visto en el cine de entonces, pero ya producto de la mentalidad del entonces incipiente Siglo XXI: el sexo durante la adolescencia y la homosexualidad masculina.

Sin embargo, es la tercera película de Cuarón, de manufactura mexicana, la que más trasciende por lo actual de su temática. A pesar de estar ubicada en los años 1970 y 1971, Roma (2018) le habla no sólo al México actual -en el que el clasismo y la intolerancia están presentes en redes sociales y en una sociedad dividida por diversos factores políticos-, sino que su historia, a pesar de estar ubicada en la Ciudad de Mexico de esos años, toca una temática actual que debe ser vista y escuchada: la dignificación de la mujer y, en particular, de aquellas que provienen de una clase social con pocas oportunidades y que salen adelante haciendo el trabajo del hogar.

Con Roma, Cuarón le habla al presente a través del pasado, y hace un diagnóstico perfecto de lo que ha sido la vida y la cultura cotidianas en nuestro país quizá desde siempre: un mundo en el que la figura paterna por lo general está ausente y son las mujeres quienes tienen que sacar adelante a una familia, sin importar su nivel socioeconómico.

En su filme, Cuarón retrata la que quizá haya sido la última época dorada de la clase media -el gobierno de Luis Echeverría, con su mantra de «arriba y adelante»-, a través de una familia que vive en la Colonia Roma del entonces Distrito Federal y cuyo nivel de vida les permitía -gracias a los trabajos del padre y la madre- tener una casa grande, cuatro hijos, dos autos y dos de las entonces llamadas «sirvientas» (ahora bien llamadas trabajadoras del hogar). Una especie de idea del american way of life, pero a la mexicana.

Cuarón toma un riesgo enorme que le da enormes dividendos, pues no elige como protagonista de su historia a la mamá de la familia (digna, entrañable y magistralmente interpretada por Marina de Tavira), sino a la «muchacha» de la casa, a la mujer que pareciera ser invisible, pero que se convierte en parte fundamental del orden y cohesión familiares: Cleo, bellamente interpretada por Yalitza Aparicio, una mujer de origen mixteco, sin ningún tipo de experiencia actoral y que se convierte en la representación perfecta de la mayoría de las mujeres del país.

Cleo no solamente es la persona que se encarga de tener limpia la casa, de lavar la ropa o de apagar las luces en la noche, sino que se convierte en mucho más que eso: se vuelve la nana de los hijos, a los cuales arrulla y despierta, los escucha y aconseja; pero también es la protectora de los secretos de la familia, que por dentro está resquebrajándose gracias al affaire del esposo con otra mujer y de la inicial incapacidad de la madre (Sofía) de tomar cartas en el asunto. Cleo es la confidente de Sofía, quien a pesar de que por momentos la humilla, sabe que su vida no funcionaría sin su presencia.

Cleo atraviesa por situaciones típicas que suelen ocurrirle a un enorme porcentaje de las mujeres no solamente mexicanas, sino de cualquier país: sufre rechazo por su condición de mujer, tiene un embarazo no deseado, es abandonada por el padre de la criatura y un larguísimo etcétera de eventos que la convierten en alguien plenamente eficiente pero, al mismo tiempo, vulnerable.

A través de un blanco y negro espectacular (por primera vez en su carrera Cuarón se firma como Director de Fotografía) que por un lado evoca, pero, al mismo tiempo, la hace presente, el también director de Harry Potter y El Prisionero de Azkabán logra mostrar lo que quizá sea más difícil de lograr: la cotidianidad de las cosas. En el filme no hay un «momento de Oscar» -en el más tradicional sentido de la expresión, con un gran discurso o una escena actoralmente exagerada-, sino puros momentos cotidianos, como es la vida misma.

Prácticamente no existen los primeros planos en Roma, pues lo que Cuarón busca desde las primeras secuencias es mostrar el entorno y la manera en que éste dictamina el comportamiento de las personas, una temática que ha mostrado a lo largo de su carrera. Cuarón utiliza el lenguaje cinematográfico para mostrar lo que ocurre con la familia -siempre a través de la mirada de Cleo- como debe ser: al servicio de la historia. Sí, el guion quizá no sea el más complejo del mundo, pero la manera de retratar el día a día recuerda en mucho al neorrealismo europeo, con guiños a los trabajos de De Sica, Truffaut y Antonioni.

Hablando de lo puramente técnico, Cuarón demuestra el dominio que ha trabajado a lo largo de los años, con algunos de sus característicos y poco imitables planos-secuencia, entre los que destacan tres escenas: la de la recreación del infame «Halconazo» en 1971, la del hospital cuando Cleo entra en labor de parto de emergencia y la secuencia final en el mar de Veracruz.

Para darle más realismo al retrato de la época, Cuarón optó por no utilizar un score instrumental, sino únicamente poner aquí y allá, en los cuartos, en el coche, en la calle, los sonidos de la gran ciudad: el afilador, los camotes, las bandas escolares y un soundtrack con las canciones más representativas y características de la época, desde «La Nave del Olvido», de José José, hasta «Mi Corazón es un Gitano», de Lupita D’Alessio. A final de cuentas, son las canciones que se escuchaban en la radio (y ahora en el streaming) las que conforman la banda sonora de la vida de las personas. En ese aspecto, el filme de Cuarón es perfecto.

Pero lo es aún más el impresionante trabajo del Diseño de Producción, que corrió a cargo de Eugenio Caballero (ganador del Oscar por su labor en El Laberinto del Fauno, de Guillermo del Toro). No hay un sólo aspecto de la época que no corresponda a la misma. Desde el azulejo de los pisos hasta los relojes de buró que se usaban, pasando por el tipo de radios, de placas, de autos, los logos de las compañías, el vestuario y un larguísimo etcétera. El trabajo de Caballero aquí supera lo que hizo en El Laberinto…, pues si bien en el filme de Del Toro creó un mundo fantástico sin igual, aquí la misión era todavía más compleja: recrear la realidad. Y lo logra de manera impresionante.

Para el final dejé el aspecto más simbólico que utiliza Cuarón no nada más en éste, sino en varios de sus trabajos previos: la purificación. El agua es un símbolo que utiliza el creador de Gravity para representar, de una manera cuasi religiosa, los diferentes procesos por los que atraviesa la familia y, en particular, el personaje principal.

La primera relación sexual de Cleo y su consiguiente embarazo, ocurren en un día de lluvia, como si se tratara de una advertencia de lo que viene para ella. Escena siguiente, Cleo es mostrada tomando un baño en la regadera, representando quizá la suciedad que siente por haber cometido tan grave «pecado». El día que Fermín la deja después de que ella le revela que está «con encargo», no sólo llueve, sino graniza.

Y por supuesto, la secuencia casi final, en la que las olas del Atlántico sirven de metáfora para el «limpiamiento», la «purificación» por la que atraviesa Cleo y el renacer no solamente de ella, sino de toda la familia. De la misma manera en que en el final de Gravity el personaje de Sandra Bullock emerge de las aguas a a manera de persona renacida, con otra esperanza, lo mismo aplica en el caso de Cleo y su familia. Tan es así que después de ese baño «purificante», el regreso a casa les ofrece una nueva visión de las cosas, un renacer y comenzar de cero con su nueva realidad. No en balde, la secuencia final con Cleo subiendo las escaleras representa el paso que da hacia una nueva vida, es de un optimismo no desbordante, pero sí razonado. Un símbolo también de la etapa de madurez en la que se encuentra el propio Cuarón.

Cuando éramos niños, los de cierta generación jugábamos a hacer palabras a partir de otras, y una de las más obvias y clásicas es Roma, que al revés se escribe amor. Y es justo ese amor de Cuarón no sólo por su familia, su ciudad o su país el que mueve emocionalmente a su filme. Es amor no sólo a la madre, sino a todas esas personas que sirven de mamás secundarias, de amigas, de confidentes, de trabajadoras del hogar… hacia esa familia que no está unida por lazos sanguíneos, sino por algo más fuerte e importante.

Cleo no es una sola persona, sino muchas: el jardinero que mantiene el aspecto de una casa, el agricultor que trabaja de sol a sol para producir alimento, la mesera que atiende en un restaurante… en México, en Estados Unidos o donde sea. Con Roma, Cuarón logra una declaración de dignidad, respeto y admiración por todas esas personas que entregan lo mejor de sí sin esperar gran cosa a cambio. Roma es, a final de cuentas, una carta de amor no sólo al viejo y clásico barrio donde vivió Cuarón, o a las mujeres de su vida, sino a la humanidad misma.